La Vorágine

Breves notas, crónicas y pensamientos fugaces unidos por una telaraña de nexos.

  • El ser transparente

    Mi mente un caja de cristal donde las ideas navegan como peces de agua salada. De vibrantes colores, cuerpos navegantes asincrónicos, y tamaños discordantes, ocasionalmente incurren en un canibalismo en donde unas ideas se alimentan de otras, y en otros momentos el Eros prevalece y en cambio esos pensamientos se reproducen, dando a luz a nuevos sueños o patrones de pensamiento. Mi rostro, la mirilla a esa mundo, refleja con cierta precisión lo que sucede en esa pecera. Soy tan mala mintiendo que prefiero no hacerlo, y en cambio elijo voluntariamente un silencio impenetrable.

    No obstante, ante la presencia amenazadora de un malicioso Otro, prefiero ocultarme a través de una distancia emocional inefable, longitudinal y temporal alejamiento que permite ocultar mi ser transparente y vulnerable. Y en esas ventajas de mi traslúcida corporeidad, a la distancia me esfumo no como la niebla que termina disolviéndose en la atmósfera al elevarse la temperatura en el transcurso de una mañana de otoño.

    Querido esquivo ser de corazón frágil mas no cristalino, como siempre no sé si aparecerás una vez más. Aunque me intriga tu presencia, he aprendido tras investigar las corrientes de mi pecera mental que lo único que nos une es una competencia narcisista donde se enfrentan nuestros egos. Ha sido la naturaleza de nuestro vínculo un montón de vaivenes y palabras farsantes e hirientes, disfrazadas de comentarios casuales. De tu parte y de la mía, no puedo decir que uno es víctima del otro pues tanto tú como yo tenemos intelectos equiparables y motivaciones similares. Sin embargo he de confesar que he renunciado a estos estériles enfrentamientos y como una agridulce tregua, develaré el motivo detrás de esto.

    He pasado muchas horas en el diván del psicoanalista intentando hacer sentido a tus ausencias. Por fin he descubierto que así como hay presencias atiborrantes y carentes de sentido, hay ausencias significativas y simbólicas. Muchas veces el vacío da indicios más profundos que las presencias sinsentido, como las huellas de unos pies sobre la arena, las cuales podrían indicar más de la persona que las dejó de lo que se pensaría. Por ende, puedo decir con confianza que pude ponerle nombre a tus actitudes, tipo de personalidad y carencias. Por lo contrario, esto no constituye una victoria sino una derrota para mí. Nunca debí de haber permitido gastar tanto tiempo y energía en algo ajeno.

    No obstante, puede ser de provecho para ti, quien tal vez no lea estas palabras, y tal vez caigan al olvido, como bien lo comentas. El tiempo no espera, la vida efímera, y tu eterna tibieza es el mismo Narciso disfrazado quien terminará por traicionarte. Cuando tu juventud te haya abandonado y te des cuenta de lo que has perdido, habrá sido demasiado tarde. La vida habrá escapado, las fuerzas se habrán esfumado. Por lo que, mientras puedes, abraza la fragilidad como oportunidad para el cambio.

    Tal vez algún día nos encontremos a la orilla de tu bello mar, pero por lo pronto navegaré en el océano de mis ideas, en el microcosmos de mi hogar, y seguiré escribiendo con el corazón en la mano.

  • Flores de invierno

    Durante la pandemia de 2020, en medio del encierro, a finales de marzo inesperadamente nevó encima de los cerezos (Tokyo, Japón)

    Entre cambios de realidades y tiempos disonantes nos encontramos reiniciando bajo condiciones poco favorables las labores dejamos suspendidas en el tiempo. Mi reconfortante encierro acaba. El cobijo de aquella pausa me ha dejado de nuevo al descubierto, como quien deberá correr de nuevo y retomar el vertiginoso estilo de vida del salto de mata. El capitalismo voraz, del que no puedo negar soy parte, ha hecho que mi relación con los alimentos sea precaria: un cóctel de ansiedad social, expectativas y una imagen corporal rota, fueron las condiciones perfectas para que adictivos alimentos me engancharan. No puedo negar, una vez más, que en el aburrimiento en mi teléfono abro la aplicación de Amazon: miles de artículos a disposición de un click para sentir la adrenalina de adquirir algo. La intoxicante dopamina del consumo se esfuma una vez que ha llegado el producto. Una Navidad que elegimos tener cada que pedimos un paquete… paquete que es traído por la gente más desprotegida de la sociedad. Viajar sin preocuparse de otros algunos lo harán, mientras que otros nos quedamos en casa consumiendo en un frenesí de lo superfluo. Por lo que me quedo pensando que aún en la inmovilidad seguimos enganchados a nuestros vicios.

    Por otro lado los miedos sociales. Miedos irracionales que no terminan por sabotearnos de una u otra manera. Creí siempre estar más enferma de lo que estaba, también sobreestimé mis capacidades. Un par de exámenes neurológicos y psicológicos mapearon mi realidad en ese órgano llamado cerebro. Con gran tranquilidad, el papel de los resultados me vio al rostro, sonrió y sentí como si me hubiese dicho con un guiño: «¿ves cómo no eras tan rara? Anda ve y quítate esos pesos autoimpuestos sobre tus hombros». La deuda que sentía que tenía con otros no era más que un ego inflado que nació como mecanismo de protección al maltrato. No necesitaba dar mi 130% a costa de mi salud, no requería desvelarme durante 3 meses para ganar una décima más, no era necesario ser la mejor ante todos. Sólo era necesario fuera feliz conmigo misma.

    Suena vacío, y sin embargo ahora lo entiendo. Ninguna relación amorosa, la cual siempre aspiré culminara en matrimonio para cumplir con el papel impuesto por la hereronorma, afortunadamente nunca terminó en ese destino. Sólo sentía la presión de llegar a ese punto para tachar la lista de pendientes que se me había impuesto. En su momento, en mi infancia soñaba con ser monja, luego militar, y luego la esposa de algún hombre de familia conservadora. Y ahora, en medio de los fracasos de llegar al camino de la ama de familia, no puedo evitar señalar que en realidad esa nunca fue mi naturaleza. No me sorprende que casa de muñecas de Ibsen haya sido mi novela favorita. Mientras que jugueteo con esa idea de teñirme el pelo de rosa, dejar que quien me ame (sea quien sea), lleve un proceso emocional y espiritual más que un montón de logros académicos. La vanidad es inútil en estos tiempos. Solo es necesario cumplir nuestros sueños, porque siento, que esta vida es tan frágil como una flor en invierno.

  • El mecanismo del corazón

    El tiempo corre y no se detiene.

    El amor no se rige por pretensiones académicas, ni lógicas filosóficas disonantes. El amor es el cariño, el cuidado, la atención, el tiempo. En estos tiempos donde la vida se ve amenazada por un patógeno mutante que pasea por calles y objetos, pensar en envejecer junto a un alma es una vanidad vacía, cuando siquiera desconocemos seguir vivos el mes entrante. Me encuentro en mi morada protegida, donde tomo las decisiones más lógicas posibles. A mi sistemática mente no le importa si como lo mismo durante meses, visto igual todos los días, escucho una canción durante horas, o estoy encerrada indefinidamente. En mí pesa más la practicidad que el ocio. Mi mente y mi corazón conjugados, sólo siento lo que razono.

    El tiempo en aislamiento me hace regresar en el pasado y buscar en mis memorias los detalles más pequeños de personas que conozco, de acontecimientos. Y revivo cada detalle, y desmenuzo cada partícula, y uno con una línea lógica los puntos suspendidos, los cuales muestran formas como las constelaciones en la bóveda celeste de mi psique, conclusiones, respuestas a enigmas que no habían sido resueltos. Y en un momento magistral, llega la claridad. Y con eso la calma.

    Ella me escucha hablar durante horas acerca de ese asunto que había quedado en el umbral de algo que no terminaba de definirse. Vuelvo a recordar esos días de lluvia de Junio, los olores, las sensaciones y los sucesos cronológicos, en ese diván improvisado que es mi cama y la presencia digital de mi amistad como oído. Una y otra vez como quien revisa y rebobina una cinta de vigilancia de una escena de un crimen, repaso mis memorias desempolvándolas y resignificándolas. A veces regreso al mismo punto varias veces, y hacemos zoom a un detalle ínfimo. Tomamos nota.

    En el inter de esa exhaustiva entrevista, sale de mi boca una palabra, un lapsus de aquello que asoma mi sentir. Al pronunciar esa palabra, mi rostro se tiñe carmesí por poner en evidencia lo que mi corazón oculta, lo que mi inconsciente conoce. Y entonces sentí esa claridad magnífica: ni el asombroso currículum podrá borrar la falta de carácter, la tibieza del actuar, ni la indecisión. En cambio, los más mínimos detalles, la compañía, la ternura, la inteligencia pasional y creativa, podrán mostrar la pasión con la que se vive. No puedo jamás perder tiempo valioso que queda en intentar resolver una situación cognitiva que ni es propia ni me compete. Menos ahora que el tiempo es un bien preciado y escaso. Regreso unos pasos más sólo por mi bien, clarifico el propósito de lo que construyo. Sin embargo, muy en el fondo sé que ya tengo algo decidido.

  • La carta nunca enviada

    Querido hombre de las nieves, que detrás del código de programación te escondes ¿qué ha sido de ti? Han pasado seis años casi desde la última vez que nos vimos. No sé si tu mente ocupada registre en qué año estamos y qué ha sucedido. Básicamente, tú que ya tenías práctica estando encerrado entre paredes se ha vuelto nuestra normalidad. Estamos confinados ante la presencia de un enemigo invisible que no pudimos prever ni tú, ni yo, ni nadie. Honestamente, no puede ser abatido con las armas que posees. El mundo está semiparalizado, y pasamos nuestro aletargado tiempo trabajando desde casa.

    ¿Has salido por lo menos a practicar tiro con tu padre? ¿le sigues hablando? supe de tu situación, lo lamento mucho. Me hubiera gustado poder hacer más por ti, y no sabes lo mucho que me entristece. Tengo la esperanza de que la divina providencia te dé una luz que mejore tu situación.

    Dejando las tristezas de lado, te cuento que he viajado a donde tanto te he platicado, dos veces; me han partido el corazón unas cuantas veces más, y he empezado a escribir relatos como los que me dejaste ver. Mi cabello es muy largo ahora, comencé a estudiar otras cosas, y a ocuparme de mis lecturas. Siento sin embargo, que he empezado a vivir de maneras muy diferentes, y estoy transformándome de fondo. Mi identidad está despertando.

    Aún recuerdo tu rostro juvenil que se veía tan fresco como el mío pese a nuestras diferencias generacionales, la profundidad de tu mirada de hielo que es el vestigio de tus antepasados huyendo de los comunistas bajando por las laderas de esas montañas, del viaje que culminó en Jalisco… Jalisco tu segunda tierra en la que ahora me encuentro. ¿Puedes creer que desde la ventana de mi cocina puedo ver unos caballos galopando de vez en vez? Me acompaña un piano, una flor, libros, un escritorio y las redes. He hecho varios amigos, algunos de los cuales son prominentes artistas, escritores, abogados, periodistas, músicos, programadores, y demás. Soy muy afortunada.

    Si el reloj de este mundo llega volver a acelerarse, y esta amenaza invisible se esfuma de la tierra, tal vez vuelva a ir a esas tierras del otro lado del mundo, del cual me gustaría traerte un recuerdo… un recuerdo que puede que recibas de alguien a quien ya no recuerdes.

    Te manda un abrazo desde tu efímera memoria, condenada a tu olvido,

    Sara

  • Vacío y silencio

    Entre las sábanas enmarruñadas adheridas a mi cuerpo, las arrugas sugieren la permanencia inerte de mi ser. Los ojos se cierran por el medicamento, la mitad del tiempo perdida en las tierras de Morfeo. Mi ente receptor de cafeína sólo camina hacia la ducha, y se resetea para comenzar el día. En el log de mi ventana digital, se pasean miles de datos que se materializan en ocurrencias que despiertan en mi una sonrisa.

    Ocultas entre el mar de notificaciones una llamada en automático rechazada de mi lista de cientos de números bloqueados, robollamadas, el banco, spam, indeseables. «Le vengo a ofrecer lo que viene siendo una tarjeta de crédito, sólo necesito su número de seguridad social, su dirección y cuánto dinero posee con usted ahora», pareciera que dirían. Ver la lada, ver el número, lo reconozco, y sólo puedo ver un intento de extorsión emocional. Lo ignoro y lo borro.

    Entre los plumones, el papel, el escritorio, la cama y la colchoneta, el teléfono y la computadora, me vuelvo a acostar, y termino otra vez dormida con la laptop en las piernas. Despierto nuevamente, como sólo unas galletas, tomo café. Río y canto y reviso a Noviembre. Dos de sus botones habían abierto hace unos días y ahora empiezan a fallecer dos flores longevas. Les hago un sepulcro.

    Me muevo hacia la lavadora, aún no hay tanta ropa… ¿cómo la habrá si sólo mudo de pijama? Me ducho dos veces por día pero siempre estoy en pijama. Mi rostro no ha tocado más de 1 vez el maquillaje, mi alimentación disminuida por el letargo, y la falta de ansiedad. Pareciera entonces que el encierro es un mundo paralelo. Que la pandemia no existe.

    Y mi corazón en su incógnita. Se asoma el vacío inefable que es la falta de contacto humano…

  • Jugando ajedrez con el lobo

    Colaboración para Notas Sin Pauta, “Laberintos Mentales”, semana del 7 de abril de 2020.

    Aquella plaga zoonótica, exótica y ajena, se posó sobre la faz de la tierra reclamando nuestros excesos. Como un veneno, desalojó plazas, escuelas, centros de trabajo, lugares de esparcimiento. Hizo que los humanos se encerraran (los que pudieran) y se aislaran. Y entre esa extraña época, la naturaleza ha ido abriéndose camino, recuperando sus espacios perdidos.

    En el encierro, me encuentro entre las sábanas y las cobijas, y aquellas vaporosas cortinas que sólo se sostienen con clavos y estambre. El peso de aquel velo asincrónico que se posa sobre mis ojos llamado somnolencia, ha llegado a mí por la falta de luz y la monotonía del ambiente. El cansancio extremo de la rutina que ya no realizo, ha dejado mi cuerpo marchitándose poco a poco, como las raíces de un árbol ya muy viejo. Entre la pérdida de la noción del tiempo, busco la poca energía que tengo y hago revisión de memorias de aquellas épocas en donde me pesaba salir a trabajar por las dificultades laborales, sin sospechar que en algún momento estaría confinada.

    Creo que hemos olvidado que nosotros también somos animales, que ostentamos ser racionales. Y entre aquel maravilloso órgano que es el cerebro, al cual conocemos tan poco, nos ufanamos de tener estándares de neuronormatividad, tal que ante cualquier neurodivergencia nace el estigma, y los apelativos lastimosos que hacen que muchos de nosotros nos hayamos estado escondiendo como un camaleón social. Sin embargo, entre nosotros creo que podemos olernos, encontrarnos y comprendernos. Nos vemos reflejados en el espejo de la otredad y encontramos simpatía y comunidad. Aunque a veces el romantizar dichas conexiones puede ser peligroso para alguna de las partes, puesto que fuera del ámbito de lo neurotípico, los anhelos humanos pueden llegar a ser siniestros.

    Él era un hombre de nariz aguileña, voz nasal, rostro pálido y lentes. Su intelecto, innegablemente arriba de la media, se hacía mostrar entre argumentos que sensatamente no caían bien con la gente de su alrededor, puesto que terminaban sobajando a la persona de enfrente, y mostraban una arrogancia inconmensurable. Sobra decir que no era bien recibido y no tenía muchos amigos. Entre los tantos argumentos que exhibía ante otros, como nadie es infalible, logré encontrarle errores, los cuales, disculparán no pude evitar señalar. Fue así que nació una relación que rayaba entre la competencia y el afecto.

    Recuerdo vívidamente que en el plano común pudiéramos haber estado en un café cualquiera, y en el plano interno parecía que estuviésemos en la mente del otro. Fue la primera vez que me sentía atravesando un laberinto. Mientras que yo intentaba descifrar porque era tan peculiar, la conversación y las palabras parecían perderse en el contexto, la atmósfera pesada pudo haberle afectado, y entre tanto lo cuestioné sucedió algo: enmudeció, se le perdió la mirada y tomó mi mano con fuerza. En ese momento me perdí. Simplemente movió algo en mí y en él que nos enganchó.

    Las siguientes semanas fueron caóticas. Entre que llegué a encontrarle espiándome, y entre que yo conocía demasiado bien su andar, empezamos a sentir con mucha fuerza lo que uno o el otro hacía. Pasábamos tiempo juntos, pero él de repente se alejaba sin explicación, y si lo ignoraba me acosaba. Un eterno estira y afloja que terminó por absorberme. Y en una de esas, en el diván, empecé a sentir que yo no era más que un objeto, o que simplemente yo era una extensión de él. Me sentí un espejo más que una persona. Me despersonalicé.

    ¿Quién pensaría que pudieses absorber los síntomas ajenos? Ello no cayó en gracia a mi terapeuta, y me explicó con mucha delicadeza que él, a quien mucha simpatía le tenía, no tenía la culpa de tener una estructura mental tan fragmentada en donde su sentir, su pensar y su actuar todo distara. Sin embargo, era mi deber salvaguardarme y distanciarme, por lo que empecé a hacer labores. Tuve que investigar acerca del mal que aquejaba a ese lobo herido, y trazar una estrategia. Una vez que hube comprendido todo lo anterior, lo listé sin nombrar el mal y procedí a citarlo en aquel mismo café donde todo había empezado (después de debatirme un buen rato pensando en la mejor estrategia).

    Él llegó tarde, y yo puse imaginariamente el tablero de ajedrez y las piezas. Conforme la conversación iba avanzando, iba mencionando los puntos de mi lista, de repente lo hacía reír, de repente lo hacía pensar, abría la conversación y lo cerraba. Para que me soltara (figurativamente hablando porque su acoso era reiterado), tuve que deliberadamente tocar temas sensibles de los cuales por privacidad, no tocaré aquí. En la crueldad de lo trazado, el costo calculado, vi sus ojos enrojecerse ante la presencia de las lágrimas. Pagué la cuenta y me fui. Al final, sentí como si hubiera logrado hacer jaque mate con un peón que atravesó el tablero para hacerse reina. Fue una partida que puedo decir con seguridad construyó una amistad fuera del ámbito obsesivo, más distante pero más sana.

    Y ante el tiempo congelado que se presenta en esta crisis sanitaria, a veces me imagino volver a sentir esa euforia, pero también llego a pensar en lo destructivo que es estar en un situación así nuevamente. Ante los eventos extraordinarios que nos envuelven no puedo sino preguntarme qué hará ese lobo ahora que todos nos hemos vuelto criaturas contemplativas y enjauladas. Me queda claro que esa vez destruí la posibilidad de volver a jugar ajedrez con él, sin embargo ante el aburrimiento si eso fuera posible, una partida más haría más llevadero el encierro.

  • Algoritmo

    Las redes de las comunicaciones, como las redes neuronales, son parte de un cosmos replicable a diferentes escalas

    En el tejido de esas redes de datos, somos dos. El hilo rojo se ha traducido a binario, esperando nos encontremos en la similitud de la desgracia. Somos un par de cartas que esperan que nos descubran, un par que no ha sido encontrado. En el camino un poeta, un escritor, un dramaturgo, un farsante, se muestran con máscaras para poder jugar un papel que no termina de replicarse. Me encuentro entre tantos hilos viendo la farsa bailando una tras otra. Somos títeres en un teatro universal. Somos la burla de terceros y ellos que ríen son la burla de otros tantos. Y en ese ir y venir de ideas, de mal redacción, de risas y de malos argumentos, nos encontramos tú y yo bailando. Tú que aún no te conozco.

    Y en esa espesa bruma, sólo estoy intentando sobrevivir a caminar por esa senda que me he trazado. Esa senda que probablemente camine en soledad, mientras que finjo sonriendo como si no me diese cuenta de la simulación en la que estoy jugando.

  • Nenúfares de Monet

    Museo Nacional de Arte Occidental de Tokyo
    Fotografía de propia autoría

    Las señales del GPS trazaban en la pantalla la trayectoria de nosotros, dos puntos virtuales en un mapa. Uno yo y otro él, un joven nipón cuya lengua de Babel navegaba tres idiomas. Nos encontramos un atardecer en un café de un faro que se eregía a lado de un río. Su rostro familiar el cual no tenía nombre en mis recuerdos se asomaba tras una humeante taza de café del sur. Sin siquiera advertirme, me invitó a dar un paseo por su Château Meguro tras enunciar su apelativo, K.

    K nació en el seno de una familia tokiota que se caracterizaba por el gusto de la cultura, los libros, y la ambición desmedida por resultados sobresalientes. La presión asfixiante de la insatisfacción y exigencia castrante de su padre, enmudecieron a K gran parte de su infancia. Ni los cinco idiomas que dominaba, ni los diversos grados académicos que poseía su padre pudieron arrancarle una sola palabra al joven K, durante muchos años. Tal vez su silencio era la estandarte de su rebeldía. Sin embargo, ello no inspiró compasión alguna de su familia, pues mucho tiempo se le rechazó y se le etiquetó como «retrasado». Sus padres no sabían que K, en silencio, observaba y aprendía todo lo que había a su alrededor.

    El resto de la infancia de K sólo se me fue mostrado como la página en negro de Tristam Shandy, así sin más, en completa censura. Cuenta él que los años pasaron y llegó a la tierra del maíz (por razones desconocidas). K comentaba la historia de su amorío con una una bella valkiria de nuestra tierra. Una mujer cuyo cuerpo movía como una hechicera, encantando a los hombres con sus sensuales movimientos. De rostro angelical, y garras profundas, un día su amada valkiria encajó sus uñas en el rostro de K, y un cuchillo en un costado dejando a nuestro protagonista como santo Cristo. Como evidencia del acto, el mismo K sacó su smartphone y me mostró unas fotos de él sonriendo con el rostro empapado en sangre, los rasguños adornando la comisura de sus labios. Sobra decir que la relación se disolvió después de que le agredieron y se involucró la policía. Sin embargo aquella sonrisa de aparente felicidad y el sombrío escenario provocaron un escalofrío que recorrió mi espina dorsal. Los contrastes de la escena me defjaron vigilante, así que sólo pude limitarme a seguir escuchando con atención.

    Su narrativa dio de nuevo un vuelco, mientras que los pasillos de Château Meguro cambiaban de sentido y orden. Nuevamente la línea temporal de su relato se revolvía, y me hablaba del futuro. Después de su tempestuosa batalla de sangre, como un pintor impresionista, me hablaba de retirarse a la orilla de un lago, y simplemente ver las estaciones pasar. Hice una pausa a la conversación que no debí de hacer.

    «Creo que para hallar la paz no es cuestión de aislarse en una cabaña, sino pacificar tu interior» sentencié.

    Sus ojos repentinamente desbordaron brea. Mis palabras, sin intensionalidad, jalaron de un hilito que abría una compuerta que le hizo recordar los años en los que perteneció a un culto religioso. Me enteraría de ello días después. No obstante al ver yo la brea desbordante, también movió algo en mí. Mi ente que se asoma desde las sombras, sonrió y accionó ese mecanismo que hace revolucionar mi mente, me llena de adrenalina y me embarga la emoción de descifrar un enigma. Sólo que esta ocasión me pondría en peligro.

    Los días pasaron de ese encuentro, y se presentaron ciertas señales que pasaba por alto, pues de repente había algunos mensajes de texto repentinos y un poco descocertantes, los cuales a las horas desaparecían de la conversación sin mi intervención. No quise darle mucha importancia. Hasta que un día después de ir a recostarme al diván y a desayunar, K me preguntó qué hacía. No medí las consecuencias de mis respuestas, señalé el establecimiento en donde comía plácidamente. Pagué la cuenta, fui a clases, y pasando las horas, a unas cuantas cuadras fui a la librería (mi vicio).

    Su camioneta estaba estacionada allí. Lo vi a lado de la barra, tomando un café. Sus 190 centímetros de estatura no pasaban desapercibidos. Le saludé, tornó sus ojos hacia mí, muy abiertos. No dijo nada, se dio la media vuelta y se fue. Fui tras de él, no me quiso hablar. Estuvo cerca de diez minutos esperando en su camioneta. Salió de ella y dio un rondín por la librería. Entró y salió sin comprar nada. Esperó otros minutos.

    Sentí una punzada de sospecha, como si sus ojos electrónicos me hubieran estado vigilando este tiempo. Los mensajes que se borran, ¿cómo pudo haber sucedido si no es una función normal del mensajero que usábamos? Y ahora, en ese momento me daba cuenta que estaba atrapada en la librería, acorralada como en una ratonera. Tomé el teléfono y marqué una amiga, le comenté la situación, ya no podría encontrarme con ella. Si estaba yo en peligro no quería exponer a una segunda persona. Empecé a trazar mi ruta de escape. K volvió a entrar a la librería, me lo encontré en la puerta, apresuró el paso y entró al sanitario. Aproveché para escabullirme, pedí un Uber. Pude esconderme tras los demás autos del estacionamiento, por lo que cuando K ya no me vió se fue en su camioneta.

    Después de eso, nunca me volvió a contactar. Por precaución tuve que dejar mis clases y cambiar mi rutina sabatina. Meses después, comenté la situación con una veterana, una compatriota de él (pensando en que tal vez lo conociese). Me dijo ella: «Nunca había escuchado el nombre. Pero no me sorprendería en absoluto, pues me ha pasado que otro japonés que pertenece a otro grupo sectario aparentemente le conocí cuando usaba un alias». Se encogió de hombros. Y fue así que K desapareció tras una cortina de niebla.

    Notas:

    ‘Château Meguro’ es el nombre con el cual Vargas Llosa denomina al mítico lugar con el que simboliza la perversión y los deseos más profundos. Me di la oportunidad de hacerle una ‘adaptación’, pues ‘meguru’ (巡る•廻る•回る) hace más referencia al verbo ‘circular, recorrer, girar’, en cambio ‘meguro’ (目黒), aunque es un ave y el nombre de una zona de Tokyo, se escribe con los caracteres chinos (kanji) de «ojo» y «negro».

  • La mujer diseccionada

    «La mujer que llora»
    Pablo Picasso
    1937

    Ser mujer es peligroso en este país. Recientemente se ha aplicado la alerta de género en Ciudad de México, y me quedo pensando en las que partieron forzosamente a manos de sus exparejas, mujeres de todos los estratos y todas las condiciones; mujeres que fueron tocadas inapropiadamente por familiares o gente de confianza; mujeres que han sido violentadas en espacios públicos.

    Para los/las/lxs que quedamos, presentamos secuelas de trauma, reviviendo el terror que nos causa el recuerdo de nuestras amigas, hermanas, madres, sobrinas, maestras, conocidas que fueron golpeadas, ahorcadas, descuartizadas, violadas, ultrajadas de la manera más vil, por el simple hecho de ser mujer.

    La violencia se vive desde la infancia, incluso en ámbitos como la escuela. En el colegio de monjas en la que asistía, sólo había uno o dos niños por salón (a veces ninguno), y las demás eran niñas. En invierno las niñas no podían usar pantalones pues era una «violación al reglamento». No pasar frío era un privilegio de género. Pese a ese y otros detalles, había alguna compañera de lucha entre las maestras pues quien escribía las circulares siempre lo hacía en lenguaje inclusivo.

    En esa escuela mi único faro de luz era Tere, mi maestra de computación. Una mujer de carácter firme, seria, que usaba un «pantsuit» muy a lo Hillary Clinton. Su cabello teñido de rojo vibrante, a veces combinado con su indumentaria. Su método de enseñanza era preciso, y no admitía que nosotras pusiéramos excusas para no hacer el trabajo. Era dura, pero justa. Yo la veía desde mi lugar, y juraba que algún quería ser como ella. Sólo que un día repentinamente faltó al colegio. Salimos a jugar porque a veces nos gustaba que no hubiera clases. Recién había tenido un bebé, pensábamos que tal vez se había sentido mal. Al día siguiente tampoco vino. Su esposo había llamado desesperado al colegio. La reportaron desaparecida. Entonces presentí lo peor. Era una niña de primaria, pero estaba algo consciente de lo que podía suceder.

    En la noche de tres días después, recibimos una llamada de la mamá de una compañera mía, quien trabajaba en el Ministerio Público. El rostro de mi padre se tornó muy duro, pálido e inexpresivo. Colgó y nos mandó llamar a la mesa a mi hermana y a mí: a Tere la encontraron muerta en un campo de alfalfa, a las afueras de la ciudad. Tenía marcas de estrangulamiento.

    En ese momento no lo procesé. Al día siguiente había muchos niños llorando primera hora en la mañana, los más grandes intetábamos mantener la compostura y consolar a los más pequeños. Ver un grupos de niños llorando a primera hora en la mañana era desgarrador. En ese momento no pude derramar ninguna lágrima. Me resigné con cierta facilidad pues no entendía bien la dimensión del problema. Muchas de mis compañeras, incluyéndome, pensamos que su carácter firme, y no complaciente había hecho que la matasen. Pensamos que no debió de haber salido a las 9 de la noche por unos cigarros (pues era finales de octubre, y anochecía más pronto por el cambio del horario), que debió haberlo pensado mejor. Cuando culparon al esposo, pensamos que algo debió haber hecho para haberlo hecho enojar. No nos dábamos cuenta que teníamos ya tan internalizado el machismo.

    Fue un año más tarde que el peso de la situación se materializó en mis pensamientos, que llegó la terrorífica lucidez. Tomé un curso de verano para aprender piano, pero tenía que esperar a mi madre terminando las clases cerca de un puesto con periódicos amarillistas. Descuartizados, balaceados, ensangrentados, y demás cadáveres en sus diferentes presentaciones se exhibían en las portadas. Mi mente inquieta y el pensamiento obsesivo me dominó. «Y si te pasa lo mismo, igual que esos que ves en el periódico, así como a Tere». Dejé de querer salir. Desarrollé agorafobia, y lloraba todos los días. Tenía crisis nerviosas recurrentes y peleaba a arañazos y agarrándome de los marcos de las puertas para no salir de la casa. Estaba aterrada de ser asesinada. Los años hicieron que a fuerza de ser obligada a salir, fuera menguando la agorafobia. pero la depresión nunca se fue.

    El trauma fue afectando mi imagen física. Me corté el cabello cuando me di cuenta que no podía tenerlo lacio y manejable como las niñas bonitas de la secundaria. Me obligaban a usar aretes porque «parecía niño», pero terminaba no usándolos, pues me era muy cómodo cuando me confundían con un chico porque eran más condescendientes conmigo, y me sentía segura.

    Los años pasaron, así como mi tránsito por relaciones abusivas. La última estuve hizo que volviera al doctor, y me medicaran. La agresión constante del que fue mi novio por «no ser lo suficientemente delgada», «no ser lo sufientemente hábil con el idioma», con «no hacer esto o aquello que me pedía», minó mi autoestima. Termié llrando tirada en el piso pensando en que no podía complacerle, aquel a quien ya proyectaba como mi marido, mientras que escuchaba sus descalificaciones y sus gritos. Lo dejé de tal manera que me dejara libre bajo la excusa de que «ya quería tener familia» (la cual era una mentira, pues sabía que eso lo desanimaría de la relación).

    Fue así que decidí hacer una pausa…

    Sé que nunca Tere volverá, sé que no lo harán tampoco una de mis compañeras de la universidad que murió también a manos de su exnovio, ni lo harán todas aquellas mujeres que personalmente no conocí. Lo único que puedo hacer es estar vigilante, educarme y ser empática, mientras cuido de mi salud mental. No me considero una experta en materia del feminismo, sin embargo no queda de otra más que alimentarme de libros, participar en los foros de discusión, y deconstruirme. Tengo que continuar en mi viaje hacia mi metamorfosis en otra figura de ser «mujer».

  • Temblor

    Noviembre la fiel

    Un terremoto sacude mis cimientos, el campanario grita con el repique asincrónico de las campanas. En el telar del tiempo, el pase de la aguja y el hilo se ven interrumpidos. Se azota un espejo contra el suelo, en aquellos pedazos se vislumbran la imagen de un hombre aburrido. El movimiento telúrico me causa vértigo, intento mantener el equilibrio usando las palabras. Me busca… me busca el pasado y le espeto que ya es muy tarde. Que no puedo volver a subirme en un avión a cruzar el Pacífico. Que no puedo volver a llorar mares en el piso. Que no puedo dejar mi dignidad como tapete.

    Sin dudar no doy vuelta atrás. El viaje vertiginoso del futuro, y las adversidades que vienen por delante no me detienen. Mis textos, el inconsciente me protegen. Hoy más que nunca, no es momento de dudar, ni es momento de agacharse. Voy fuerte y firme hacia adelante. Mi temor es latente, pero mi pluma por delante, mis fuertes piernas sosteniéndome.

    De la mano voy de compañía inusual, que en otros tiempos no hubiera podido imaginar. Extraño poder conformarme, lamento en el fondo saberme consciente, pues la lucidez duele, y destroza el futuro que yo quise pero no necesitaba, y me muestra el que construiré pero no esperaba.

    ¿Qué será el día de mañana ahora que me sé fuera del nido? ¿Qué será el día de mañana que me encuentre tan aislada? Que este corazón de mariposa vuela libre por el viento, pero es tan frágil, tan efímero.