La Vorágine

Breves notas, crónicas y pensamientos fugaces unidos por una telaraña de nexos.

  • La danza de las chicatanas

    Fotografía de un taco de chicatanas… sacada de algún rincón de la web

    El sueño profundo llegó a mí sin percatarme. Lo que era simplemente reposar el cuerpo, se convirtió en fatiga hacia la inconsciencia. Entre sueños me vi como antes de enfermarme, y desperté en mi cuerpo actual, un poco más descansada, pero con los pendientes que la anterior noche habían quedado en suspención. Tendiendo la ropa lavada, y limpiando el patio junto con los perros, antes del amanecer un enjambre de chicatanas oscilaban frente a la iluminación de la calle. Caían como ebrias, lloviznaban, mientras que yo intentaba limpiar el patio. El zumbido hipnótico, me tuvo viéndolas hasta que los primeros instantes del amacener, y en su finita belleza, poco a poco fueran desapareciendo. Al verlas moribundas, desplomadas sobre su lomo como cacahuates con alas, me preocupaba que los perros las confundieran con croquetas. Pensando que la gente del Istmo las come en tacos, pensé que no era para tanto, y me resigné a regresar a la rutina habitual: encerrarme en una fábrica, mientras que furtiva, escribo acerca de lo que vi en la mañana, esa maravillosa danza de las chicatanas.

  • Los afectos frente al colapso

    Flores azules en cristal, vía Freepik

    Los años me han traído esa capacidad de compartimentalizar mis sentimientos, partirlos y clasificarlos, envasarlos y distribuirlos de las maneras más peculiares. Los años en soledad han sorprendido tanto a mi psiquiatra como a mi terapeuta, por la forma en que he cerrado algunas puertas para socializar de otras maneras con terceros.
    Puedo querer a alguien que no estará, y acompañarme de quienes sé que no me pueden querer como me gustaría que algún día se me quisiera.
    Vivo en contradicciones y paradojas, en un mundo donde lo inmediato desplazó a lo duradero, donde las relaciones son desechables, y donde lo único que uno puede hacer es defenderse.
    No hay amor más fuerte y más tierno que el que uno se tiene a sí mismo. Pero para construirlo, se tiene que luchar contra el discurso externo que dicta una constante insuficiencia propia. Ese mensaje que impulsa a consumir para sentir que uno vale por lo que posee, y no por quién es.

    Entre la enfermedad y lo discapacitante, llega la claridad que permite vislumbrar que el molde de belleza genérica es tan caduco y tan vacío, que ahora parece que se compra la figura, el rostro y el estilo como una calca, y no como una expresión del individuo.
    Cuando se ha pasado por la inmovilidad, el cuerpo acompañante arrastra a la persona a no poder disfrutar siquiera de la brisa bajo la sombra de un árbol, de la vista de un amanecer, del rocío de la mañana que enfría las plantas de los pies al pisar el pasto.

    Si bien a veces hay impulsos de vida que nos mantienen anhelantes, deseosos de guiar por este universo una nueva existencia, las circunstancias sociales, materiales y económicas en las que habitamos no siempre son suficientes para acompañar ese sueño.
    La razón ha sobrepasado las expectativas de procrear a cierta edad, y las poblaciones mundiales comienzan a descender.
    Pienso que la sobreexplotación de los recursos naturales, como también la explotación entre nosotros, ha recalcado ad nauseam que no hay justicia perfecta, que prevalece el individuo sobre la comunidad (y a costa de esta), y que la narrativa dominante, que culpa al proletariado de todos estos males, ha envenenado el pozo de donde extraen el agua quienes se enriquecen a sí mismos.

    Parece irónico que las corporaciones culpen al individuo de acabar con los recursos, de contaminar; y que cuando el individuo decide no procrear para evitar contaminar más, los gobiernos y el sector privado se quejen de que ya no habrá más mano de obra.
    Se veía con cierta sorna la situación de Corea del Sur hace poco más de una década, como si no nos fuese a alcanzar.
    Y hoy, ya hay autoridades en mi país —donde desaparecen a jóvenes y niños para explotarlos— que claman angustiadas que van a cerrar escuelas por falta de quórum, que faltan más jóvenes.

    La protesta más efectiva, la más silenciosa, es aquella que se rehúsa a perpetuar el ciclo de violencia social, económica y sistémica en el que vivimos.
    Y por otro lado, habemos quienes, aún así, queremos emprender ese camino, esperando dar lo mejor a esa progenie, para evitar que sea vulnerable ante ese sistema.
    Y pese a todo el aparente pesimismo que pareciera reinar en mis pensamientos, aún creo que hay esperanza para corregir el rumbo.

    Los humanos somos invitados en este planeta, pero hemos sido también malos vecinos de otras especies, a quienes hemos exterminado o puesto en peligro. Incluso si nosotros no estuviéramos, la naturaleza seguiría su curso. Por eso, si queremos verlo de forma egoísta, tendríamos que evitar maltratar el planeta, si no por otras especies, al menos por la nuestra.

    Tanto es lo que me acongoja del mundo que, para sobrevivir a ello, he aprendido a compartimentalizar mis emociones.

  • Nuevos comienzos

    A veces me gustaría ser otra, una nueva desde cero. En un lugar donde no me conozcan, donde pueda cambiar de nombre, de indentidad, de todo. Me desgasta ser quien soy, porque no siento ni vanidad ni apego a mi self. Me gustaría volver a nacer en otro lugar, o por lo menos pretender que soy alguien más. No quiero ser yo, nunca más.

  • Despedidas silenciosas

    Imagen por Daniel Gómez, vía Unsplash.

    En ti debe haber algo inusual para que desarmes mis mensajes, y te intrigue quién soy.
    A ti, que en tu silencio incómodo, pasas como inexistente, cómo si fueses a la mar morir.
    Yo sólo miro a la bóveda celeste, buscando la calma de mi sinapsis.
    Yo, ahora menos neurodivergente, me despido del olor a almendros, de ti, de tu camada.
    Ahora he decidido dar un salto de fe, hacía un camino nuevo.
    Te quiero, ahora menos de lo que me quiero a mí.
    Si sigues vivo, eso no lo sé. Si cesas de existir, no me enteraré.
    Lo único que nos vino uniendo durante tanto tiempo es un recuerdo cada vez más desdibujado.
    Si tú habrás de ahogarte en el mar, sólo me queda quedarme en la orilla, sin saber qué está pasando, con mi mirada perdida en las estrellas.

  • Poemas a un inexistente

    Imagen de Martino Pietropoli, via Unsplash

    Como hombre invisible que eres, como el de muchos otros, sólo nos queda asumir que estás presente por los pulsos eléctricos que pasas por la fibra óptica. A lo lejos tu raciocinio daba señales de tener una afinidad un tanto posible, no obstante con el paso de los días, comienzo a notar que simplemente no estamos allí, por lo que simplemente tu huella digital se irá extinguiendo con el tiempo. Tus mensajes quedan enterrados entre otros más, y no puedo hallarlos porque me olvido de tu nombre. Tampoco hago un esfuerzo exhaustivo. Mi mente no hila tu existencia con algo permanente. Tu sombra cada vez más traslúcida.

    Se ha hecho noche, y a lado de mí alguien de quién tampoco conozco su nombre. Le ubico de rostro. A veces le veo en la sección de fumadores. Y sin embargo, entre las averías mecánicas, y los conocidos de los conocidos, le han convencido que me echara la mano para acercarme a un lugar cerca de mi morada. Entre su tímido contorno, y palabras ladinas, asoma una fotografía con una chica a un lado. Aquellos cabellos que quedan ocultos bajo la gorra, revolotean en contra luz, y brillan cobrizos en esa iglesia. Recuerdo entonces a alguien que tenía ese efecto halo.

    Pasa la noche, las luces de la carretera, y la conversación poco profunda de como llegamos a coincidir en esas circunstancias. Recuerdo un poco julio de 2019. Recuerdo 2015. Recuerdo 2017. Hoy la mente tan vagabunda me hace recordar de todo menos de aquello que tal vez debería estar viendo. Hay presencias que terminarán borrándose, tanto como la tuya. Y asimismo, de tus recuerdos me iré y volveremos a ser mutuamente inexistentes.

  • La transformación de los afectos

    Una nube de tormenta, aislada en un cielo nocturno despejado. Retrato perfecto de lo que siento.

    Llegamos a las vidas de otros por mero capricho del destino. Coincidimos con ciertas personas por algunas trazas en común, y aún así en ocasiones terminamos por no congeniar con otros. En un tono más personal, después de deshacerme de la neblina mental, los estímulos externos empiezan a volverse un tanto abrumadores. Mi mente es ágil, puedo tomar decisiones, pero los corazones de los otros se me presentan transparentes. Es muy sencillo ver qué hay intenciones que no estaban allí, o de las que no había tomado nota. Entre ellas, la tristeza me embargó al sentir el desprecio de alguien a quien le tuve en estima, y defendí ante todo. No le culpo. Vive un duelo al enfrentarse a la orfandad, y hay un severo hueco emocional que ha llenado con ideas de otra persona. Alguien quien no me tolera, y por lo tanto el agua del pozo de nuestra reservada amistad, ha quedado envenenado.

    Entre esas razones, me refugio un poco en las palabras de un amigo, quién nos conoce a nosotres, quién me ha dejado ver qué mi ahora dañada amistad expresa un desazón, una falta de comprensión de porqué mi amigo y yo seguimos siendo eso: amigos. Le ha dicho él: «porque llevamos más tiempo de conocernos». De una manera tan simple, casi sin decirle deja abierta la posibilidad de darle a conocer que su perspectiva pudiese tener un sesgo.

    Por otro lado, recuerdo aquellas amistades que he dejado morir cuando hube visto que no había ningún futuro con ellas. Cuando sabía que no podía repararlas, cuando me encontraba en una situación donde más que buenos o malos, no era sano seguir allí porque nuestras circunstancias habían cambiado tanto, que ya no éramos esas personas que fuimos cuando congeniamos.

    Amistades de años que tras una fuerte discusión, salud mental deteriorada, y traza de manipulación se empezaba a gestar, desaparecí (cómo suelo hacerlo cuando no siento ninguna comodidad al quedarme estacionada). En este caso es igual. Yo no puedo sostener el duelo de esta amistad, ni apoyarle porque desprecie que lo intente. No puedo mantenerme cerca porque se ha puesto una armadura que lastima al acercarse. He de comprender que su mente no está en un estadío emocional sano y que no puedo involucrarme en algo que no será bueno para mí. Dejaré que el coraje, la envidia, los celos, el rencor, mueran como las hojas de un árbol caduco al principio del otoño. Se irán así y caerá la última cuando en mi mente todos esos comportamientos erráticos hayan sido olvidados.

  • La fábrica y las memorias

    Un ‘omamori’ (amuleto) para la felicidad, que es lo único que quería lograr en esa época caótica

    Se dice que ante un trauma la mente tiene una serie de curiosos mecanismos que nos protegen para evitar romper la psique. Nos engaña con tal de no corromper el delicado equilibrio entre aquello que nos aqueja y nuestra funcionalidad. Durante tres años, en un empleo, vi pasar ante mis ojos una serie de cosas que mi mente en costante sobreestímulo eléctrico me gritaba que no estaba bien. Por otro lado, mi inquietud y desesperación hacía que tomara las decisiones más rápidas para evitar que los problemas se desbordaran. No obstante, mi mente tocó un fondo tan terrible cuando hubo caído en las garras de alguien que vivía su vida con un sigilo tan anómalo que no entendí por qué en ningún momento pude poner un alto antes de que todo escalara. Como barba azul y sus esqueletos en el clóset, así esa persona que tenía trofeos con líquidos corporales, prendas íntimas ajenas y un montón de trofeos que en retrospectiva no habrían tenido nada de malo si es que hubiese sido tan claro con lo que le aquejaba. El miedo a perder un rostro, cuidando de él como una máscara de alto mantenimiento, su semblante estoico, y su faz bien hidratada. No podía permitirse arrugarse, ni siquiera mostrar un defecto. Se vivía al borde de la ira, envuelto en reglas absurdamente rígidas. El miedo a su ira me paralizaba, no obstante pude detener su forcejeo físico porque… Siempre he sido muy fuerte físicamente. No obstante, esta historia no se trata de él, sino de quien facilitó los abusos para obtener una ganancia. La mente maestra detrás del obsceno maltrato. Una alimentadora de ideas que se rompe cuando no encuentra salida.

    Después de muchos años llegué a comprender que aquella señora de mediana edad facilitaba el maltrato que le permitiera tener un ingreso extra. Pareciera que el contexto cultural de su ciudad natal jugó un papel crítico en definir su rol y su manera de ver las relaciones de poder. No era coincidencia que usaba las relaciones con los subordinados como un juego de controlarles como si fuesen peones. Más allá de la cultura coorporativa, el trabajo que desempeñaba pareciera más como si fuese una especie de Maiko en un Okiya. Y ella, la madre. Como intérpretes ciertamente hay un elemento de servicio que debe de ser requerido, pero cuando tus jefes te obligan a reírse de sus bromas, soportar el maltrato (aún habiendo acoso laboral) culpándome de ser caprichoso (sinceramente, debí haber demandado). Y cuando la «madre» termina confrontada por la situación, acorralada por el pensamiento crítico, hubo estallado en cólera gritando que «ya no le servía». Algo en ella se rompió en una risa histérica que dejaba ver tras las fisuras de su máscara su verdadero rostro. El cuestionamiento ese día que vi la cara del demonio asomándose entre esas grietas fue cuando hube tumbado la lógica de sus argumentos para evitar reportar algo. Cuando le quité algo de poder.

    Durante esos tres años de un delicado imbalance neurológico del cual desconocíamos, me intentó ingresar en un culto de pseudo yogis cuyas connotaciones sexuales en las sesiones fueron evidentes. Por otro lado intentó tomar decisiones médicas por mí, y emitió opiniones que nunca debió. Ahora con los años me da risa que incluso en el último momento, cuando ya estaba consciente del abuso, intentaba decir que el espacio seguro en terapia que tenía era en realidad algo que me estaba afectando. Con calma le comenté que seguramente mi comportamiento había cambiado algo y que eso lo vería en terapia, que no se preocupara. Obvio la terapueta y yo nos reímos de esto.

    En esa fábrica conocí a una persona que a la postre se distanció de mí. No obstante, agradezco que aunque él no hubiese sabido, me hubiese llevado a la entrevista de trabajo que terminó separándome de ese infiernillo. También fue él quien me hizo ir abriendo los ojos. Quién me rescató de una situación indeseable. Por ello no tengo más que palabras de agradecimiento para A. 

    Pensar que mi incontrolable mente se domaba con tres gramos de antiepilépticos al día.

  • El castigo de la idealización

    Foto por Motoki Tonn, vía Unsplash

    No soy perfecta. ¿Podrías verme como soy en vez de ponerme en un pedestal? ¿Acaso no te das cuenta que entre más arriba me pones más lejos quedamos? El miedo de saber que cuando veas cómo soy en realidad, la desilusión te hará darte cuenta que a quien querías no era yo sino a otra persona. Entiende que no soy tan fuerte ni tan Narcisa para aceptar tu atención, pues viene con una trampa que has puesto sin darte cuenta. Aceptar como propia la imagen que me intentas proyectar es echarme una soga al cuello, es ser cómplice de una mentira, es aprovecharme de una vulnerabilidad que a final de cuenta me pasará factura, y su precio no podré pagar. Me gustaría me quisieras como soy… Aunque a veces estas palabras se antojan egoístas, por lo que protesto contra ti con mis pensamientos, sin decir nada. Al final, mi cobardía me hace tu cómplice.

    #miniFicción #PensamientosFugaces

  • Manos entintadas

    Foto de Calum MacAulay, vía Unsplash

    El zumbido de mis oídos y el periódico aturdimiento han ido cediendo ante los aparatosos medicamentos: dos gramos por día de un fármaco de segunda generación que tomo pero que no termino de comprender, porque aún no entiendo ese fenómeno disautónomo que me tiene sometida. Me cuentan que es un mal común, demasiado así que hay quienes mal viven con él toda su estancia en esta tierra sin ser atendidos. Condición o mal, es una de esas dicotomías que te preguntan cuando algo así sucede. Para mí es un mal, con el que no quiero vivir, con el que no ha valido la pena sufrir tanto tiempo. Con frecuencia digo que es casi un poema el hecho de que atacará mi hemisferio izquierdo. Me imposibilitó de autodominio, de tener mis sentimientos en orden, y me nubló el pensamiento. La razón me abandonaba con frecuencia, y cometía una serie de locuras que eran relativamente pequeñas porque era más el peso de la culpa social, que de mi indomable mente.

    El amor era, en sí, una droga que complicaba aún más mi razón… O sinceramente, la falta de ella. Buscaba por todos los medios sentir esa cosquilla que acompaña la infatuación. Y con esa sensación de ahogo, el desahogo por medios de ríos de tinta que fluían de mis dedos como manantiales de frases sentidas, de dolores y pensamientos fugaces. No obstante, más allá del sentimiento de esa vida tan a prisa, era la del eterno sueño que poseía mis ojos, y adormecía mi mente. Cansancio crónico que a fuerza me tenía bajo un régimen involuntario de ayuno intermitente. Las variaciones de peso por el descontrol de mis impulsos y de mi energía, fines de semana que pasaba inconsciente en cama. Cada vez valía menos la pena malvivir así. Fue la pérdida de conocimiento en una habitación tan llena de gente, que busqué ayuda médica más por la vergüenza que por el sentido del deber.

    Ahora que vivo en la calma, mi aburrida vida ha hecho que los pozos de tinta se hayan secado, y que me sea un tanto complicado escribir. Puede que se hayan acabado los tiempos en los que escriba perdiendo la razón como un adolescente. Puede que mis dolores se hayan terminado.

  • Después de la tormenta

    Hay presencias que calan hondo pese los años. Que se adentran a los valles y a las crestas de esa irregular superficie que es el cerebro. Aquella gelatinosa superficie que la rige, se rige y rige otras partes por impulsos eléctricos. Sin saberlo, mi hemisferio izquierdo siempre estuvo sometido a un estrés que no podía ser controlado. Indomables pensamientos me rebasaban, y sacaban lo peor de mí. El autocontrol, y el remordimiento de mis impulsos me tenían con grilletes que no dejaban me perdiera en la deriva.

    Después de varios años, me encuentro en una conversación cuyas palabras despiertan un montón de sentimientos que creía perdidos, aplanados en ondas de baja resolución en theta dentro de mis electroencefalogramas. Aprendo a leer entre líneas los patrones que se presentan ante mis ojos. Mis inquietudes se despiertan un momento: me doy cuenta que hay alguien con quién conversaba que evadía las bromas tras emojis, fingiendo que reía, pero ocultando no entender. Mi cruel manera de categorizar las habilidades cognitivas de terceros aparece asomándose por una esquina. Mis prejuicios aparecen vigilantes. No obstante, puedo entender y no puedo culpar a otros por lo sucedido. La acelerada capacidad de procesamiento que accidentalmente puede desarrollar una persona puede ser fácilmente rebasada en esta era de la computación. No es nada de lo que enorgullecerse.

    Por otro lado, me encuentro ante el dilema de escuchar ciertas palabras que conectan mi sentir como cables que corren tras una tabla para conectarse en serie y prender unos LEDS. Me hace sentido que el lenguaje sea para mí una manera más sencilla de hacer que cierra ciertos circuitos antes que la apariencia, la pericia, el poder o el dinero. Por otro lado, la persona en cuestión no se da cuenta que no tiene porqué dejar de sentir… Le veo recorrer un camino similar al que he recorrido. Mi silencio, en cambio, es la moneda de cambio que mantengo en mi mano en vez de perderla. Prefiero no meterme en procesos ajenos.

    Pasado el tiempo, olvidaré esa sensación pulsante que desatan ciertas palabras. Algún día cambiará todo, porque el olvido también es una facultad que afortunadamente poseemos.