
Los años me han traído esa capacidad de compartimentalizar mis sentimientos, partirlos y clasificarlos, envasarlos y distribuirlos de las maneras más peculiares. Los años en soledad han sorprendido tanto a mi psiquiatra como a mi terapeuta, por la forma en que he cerrado algunas puertas para socializar de otras maneras con terceros.
Puedo querer a alguien que no estará, y acompañarme de quienes sé que no me pueden querer como me gustaría que algún día se me quisiera.
Vivo en contradicciones y paradojas, en un mundo donde lo inmediato desplazó a lo duradero, donde las relaciones son desechables, y donde lo único que uno puede hacer es defenderse.
No hay amor más fuerte y más tierno que el que uno se tiene a sí mismo. Pero para construirlo, se tiene que luchar contra el discurso externo que dicta una constante insuficiencia propia. Ese mensaje que impulsa a consumir para sentir que uno vale por lo que posee, y no por quién es.
Entre la enfermedad y lo discapacitante, llega la claridad que permite vislumbrar que el molde de belleza genérica es tan caduco y tan vacío, que ahora parece que se compra la figura, el rostro y el estilo como una calca, y no como una expresión del individuo.
Cuando se ha pasado por la inmovilidad, el cuerpo acompañante arrastra a la persona a no poder disfrutar siquiera de la brisa bajo la sombra de un árbol, de la vista de un amanecer, del rocío de la mañana que enfría las plantas de los pies al pisar el pasto.
Si bien a veces hay impulsos de vida que nos mantienen anhelantes, deseosos de guiar por este universo una nueva existencia, las circunstancias sociales, materiales y económicas en las que habitamos no siempre son suficientes para acompañar ese sueño.
La razón ha sobrepasado las expectativas de procrear a cierta edad, y las poblaciones mundiales comienzan a descender.
Pienso que la sobreexplotación de los recursos naturales, como también la explotación entre nosotros, ha recalcado ad nauseam que no hay justicia perfecta, que prevalece el individuo sobre la comunidad (y a costa de esta), y que la narrativa dominante, que culpa al proletariado de todos estos males, ha envenenado el pozo de donde extraen el agua quienes se enriquecen a sí mismos.
Parece irónico que las corporaciones culpen al individuo de acabar con los recursos, de contaminar; y que cuando el individuo decide no procrear para evitar contaminar más, los gobiernos y el sector privado se quejen de que ya no habrá más mano de obra.
Se veía con cierta sorna la situación de Corea del Sur hace poco más de una década, como si no nos fuese a alcanzar.
Y hoy, ya hay autoridades en mi país —donde desaparecen a jóvenes y niños para explotarlos— que claman angustiadas que van a cerrar escuelas por falta de quórum, que faltan más jóvenes.
La protesta más efectiva, la más silenciosa, es aquella que se rehúsa a perpetuar el ciclo de violencia social, económica y sistémica en el que vivimos.
Y por otro lado, habemos quienes, aún así, queremos emprender ese camino, esperando dar lo mejor a esa progenie, para evitar que sea vulnerable ante ese sistema.
Y pese a todo el aparente pesimismo que pareciera reinar en mis pensamientos, aún creo que hay esperanza para corregir el rumbo.
Los humanos somos invitados en este planeta, pero hemos sido también malos vecinos de otras especies, a quienes hemos exterminado o puesto en peligro. Incluso si nosotros no estuviéramos, la naturaleza seguiría su curso. Por eso, si queremos verlo de forma egoísta, tendríamos que evitar maltratar el planeta, si no por otras especies, al menos por la nuestra.
Tanto es lo que me acongoja del mundo que, para sobrevivir a ello, he aprendido a compartimentalizar mis emociones.
