
Se dice que ante un trauma la mente tiene una serie de curiosos mecanismos que nos protegen para evitar romper la psique. Nos engaña con tal de no corromper el delicado equilibrio entre aquello que nos aqueja y nuestra funcionalidad. Durante tres años, en un empleo, vi pasar ante mis ojos una serie de cosas que mi mente en costante sobreestímulo eléctrico me gritaba que no estaba bien. Por otro lado, mi inquietud y desesperación hacía que tomara las decisiones más rápidas para evitar que los problemas se desbordaran. No obstante, mi mente tocó un fondo tan terrible cuando hubo caído en las garras de alguien que vivía su vida con un sigilo tan anómalo que no entendí por qué en ningún momento pude poner un alto antes de que todo escalara. Como barba azul y sus esqueletos en el clóset, así esa persona que tenía trofeos con líquidos corporales, prendas íntimas ajenas y un montón de trofeos que en retrospectiva no habrían tenido nada de malo si es que hubiese sido tan claro con lo que le aquejaba. El miedo a perder un rostro, cuidando de él como una máscara de alto mantenimiento, su semblante estoico, y su faz bien hidratada. No podía permitirse arrugarse, ni siquiera mostrar un defecto. Se vivía al borde de la ira, envuelto en reglas absurdamente rígidas. El miedo a su ira me paralizaba, no obstante pude detener su forcejeo físico porque… Siempre he sido muy fuerte físicamente. No obstante, esta historia no se trata de él, sino de quien facilitó los abusos para obtener una ganancia. La mente maestra detrás del obsceno maltrato. Una alimentadora de ideas que se rompe cuando no encuentra salida.
Después de muchos años llegué a comprender que aquella señora de mediana edad facilitaba el maltrato que le permitiera tener un ingreso extra. Pareciera que el contexto cultural de su ciudad natal jugó un papel crítico en definir su rol y su manera de ver las relaciones de poder. No era coincidencia que usaba las relaciones con los subordinados como un juego de controlarles como si fuesen peones. Más allá de la cultura coorporativa, el trabajo que desempeñaba pareciera más como si fuese una especie de Maiko en un Okiya. Y ella, la madre. Como intérpretes ciertamente hay un elemento de servicio que debe de ser requerido, pero cuando tus jefes te obligan a reírse de sus bromas, soportar el maltrato (aún habiendo acoso laboral) culpándome de ser caprichoso (sinceramente, debí haber demandado). Y cuando la «madre» termina confrontada por la situación, acorralada por el pensamiento crítico, hubo estallado en cólera gritando que «ya no le servía». Algo en ella se rompió en una risa histérica que dejaba ver tras las fisuras de su máscara su verdadero rostro. El cuestionamiento ese día que vi la cara del demonio asomándose entre esas grietas fue cuando hube tumbado la lógica de sus argumentos para evitar reportar algo. Cuando le quité algo de poder.
Durante esos tres años de un delicado imbalance neurológico del cual desconocíamos, me intentó ingresar en un culto de pseudo yogis cuyas connotaciones sexuales en las sesiones fueron evidentes. Por otro lado intentó tomar decisiones médicas por mí, y emitió opiniones que nunca debió. Ahora con los años me da risa que incluso en el último momento, cuando ya estaba consciente del abuso, intentaba decir que el espacio seguro en terapia que tenía era en realidad algo que me estaba afectando. Con calma le comenté que seguramente mi comportamiento había cambiado algo y que eso lo vería en terapia, que no se preocupara. Obvio la terapueta y yo nos reímos de esto.
En esa fábrica conocí a una persona que a la postre se distanció de mí. No obstante, agradezco que aunque él no hubiese sabido, me hubiese llevado a la entrevista de trabajo que terminó separándome de ese infiernillo. También fue él quien me hizo ir abriendo los ojos. Quién me rescató de una situación indeseable. Por ello no tengo más que palabras de agradecimiento para A.
Pensar que mi incontrolable mente se domaba con tres gramos de antiepilépticos al día.
