Hay presencias que calan hondo pese los años. Que se adentran a los valles y a las crestas de esa irregular superficie que es el cerebro. Aquella gelatinosa superficie que la rige, se rige y rige otras partes por impulsos eléctricos. Sin saberlo, mi hemisferio izquierdo siempre estuvo sometido a un estrés que no podía ser controlado. Indomables pensamientos me rebasaban, y sacaban lo peor de mí. El autocontrol, y el remordimiento de mis impulsos me tenían con grilletes que no dejaban me perdiera en la deriva.
Después de varios años, me encuentro en una conversación cuyas palabras despiertan un montón de sentimientos que creía perdidos, aplanados en ondas de baja resolución en theta dentro de mis electroencefalogramas. Aprendo a leer entre líneas los patrones que se presentan ante mis ojos. Mis inquietudes se despiertan un momento: me doy cuenta que hay alguien con quién conversaba que evadía las bromas tras emojis, fingiendo que reía, pero ocultando no entender. Mi cruel manera de categorizar las habilidades cognitivas de terceros aparece asomándose por una esquina. Mis prejuicios aparecen vigilantes. No obstante, puedo entender y no puedo culpar a otros por lo sucedido. La acelerada capacidad de procesamiento que accidentalmente puede desarrollar una persona puede ser fácilmente rebasada en esta era de la computación. No es nada de lo que enorgullecerse.
Por otro lado, me encuentro ante el dilema de escuchar ciertas palabras que conectan mi sentir como cables que corren tras una tabla para conectarse en serie y prender unos LEDS. Me hace sentido que el lenguaje sea para mí una manera más sencilla de hacer que cierra ciertos circuitos antes que la apariencia, la pericia, el poder o el dinero. Por otro lado, la persona en cuestión no se da cuenta que no tiene porqué dejar de sentir… Le veo recorrer un camino similar al que he recorrido. Mi silencio, en cambio, es la moneda de cambio que mantengo en mi mano en vez de perderla. Prefiero no meterme en procesos ajenos.
Pasado el tiempo, olvidaré esa sensación pulsante que desatan ciertas palabras. Algún día cambiará todo, porque el olvido también es una facultad que afortunadamente poseemos.

