
Cuando la mente descansa después del ajetreo, duerme y sueña que no es un cerebro, al despertar, mis niveles de concentración van más allá de lo usual. Puedo encontrarme en control de las situaciones y pensar con claridad. Me gusta imaginar que en parte ha sido por el cambio en la alimentación. En esas tareas que uno desempeña, se asoma la sombra que ronda esa mente concentrada. Esconde el rostro tras gafas y máscaras, se cubre con capuchas, se resguarda del frío, y deja correr la cafeína por el torrente sanguíneo. Se siente como quien pisa el acelerador y va arriba del límite de velocidad, con plena conciencia que en cualquier momento puede parar. Llegan por detrás dos presencias familiares, una de las cuales he resignificado numerosas veces. Hay gente que pierde su lugar como un igual, y termina dibujándose como una presa en mi conciencia, presa de mi sarcasmo, así como un perro ovejero anda tras las presas que tiene a su cuidado, disfrutando mordiéndoles los tobillos para dirigirlos, mas no pretende comerse a nadie. En mis pensamientos se forman una frase corta de tres palabras, mientras que en silencio veo una conversación de aquellas intrascendentes desenvolverse ante mis ojos. Mi mente ausente. Veo la oportunidad cuando el más polluelo de la comitiva, la presa, se queda un metro atrás, dividido de la mamá gallina no sólo por la distancia sino por la barrera del idioma. Y casi como quien susurra al oído un fatídico destino, sólo enuncio en voz baja: «no has respondido». Se congela por un momento y tartamudea algo que tan común fue ya que no permanece en mis recuerdos. Sonrío para mis adentros. Sé que esas palabras develan tanto para él, pero para quienes hay a su alrededor no significan nada. El juego de la oveja y el perro ovejero continúa.
