
Entre las sábanas enmarruñadas adheridas a mi cuerpo, las arrugas sugieren la permanencia inerte de mi ser. Los ojos se cierran por el medicamento, la mitad del tiempo perdida en las tierras de Morfeo. Mi ente receptor de cafeína sólo camina hacia la ducha, y se resetea para comenzar el día. En el log de mi ventana digital, se pasean miles de datos que se materializan en ocurrencias que despiertan en mi una sonrisa.
Ocultas entre el mar de notificaciones una llamada en automático rechazada de mi lista de cientos de números bloqueados, robollamadas, el banco, spam, indeseables. «Le vengo a ofrecer lo que viene siendo una tarjeta de crédito, sólo necesito su número de seguridad social, su dirección y cuánto dinero posee con usted ahora», pareciera que dirían. Ver la lada, ver el número, lo reconozco, y sólo puedo ver un intento de extorsión emocional. Lo ignoro y lo borro.
Entre los plumones, el papel, el escritorio, la cama y la colchoneta, el teléfono y la computadora, me vuelvo a acostar, y termino otra vez dormida con la laptop en las piernas. Despierto nuevamente, como sólo unas galletas, tomo café. Río y canto y reviso a Noviembre. Dos de sus botones habían abierto hace unos días y ahora empiezan a fallecer dos flores longevas. Les hago un sepulcro.
Me muevo hacia la lavadora, aún no hay tanta ropa… ¿cómo la habrá si sólo mudo de pijama? Me ducho dos veces por día pero siempre estoy en pijama. Mi rostro no ha tocado más de 1 vez el maquillaje, mi alimentación disminuida por el letargo, y la falta de ansiedad. Pareciera entonces que el encierro es un mundo paralelo. Que la pandemia no existe.
Y mi corazón en su incógnita. Se asoma el vacío inefable que es la falta de contacto humano…
