
Memorias ridículas y energía dispersa.
Mis emociones como una montaña rusa, tienen subidas y bajadas. De la tristeza a la euforia, con sólo un par de vectores que se distinguen: cafeína y hambre. Me siento en una banca enfrentando el imposible destino, los mensajes vertiginosos, el panorama sin opciones. Aguanto el desborde de esa presa en la que se han convertido mis ojos. Suspiro para aguantar la tristeza. Paso el oxígeno y lo convierto en dióxido de carbono. Me detengo.
Vuelvo a mirar mi teléfono y el vaso de la sirena verde. Hambre y café. Tomo un sorbo. Mi desazón desaparece, me concentro en lo que vine a hacer. Como si el cerebro tuviese otro sistema operativo, apago lo que siento. Presiono el switch, soy otra persona. Mi indiferencia ante la situación me hace comenzar lo que venía a hacer.
El interlocutor de mi edad, mujer de otro país. Me hace cambiar de idioma, y soy otra persona. Soy una rana que brinca entre nenúfares, torpemente usa expresiones sinceras, y abro mi cabeza. Y terminé danzando encima de un lago. Inesperadas y pocas naturales mis expresiones, causan gracia al hablante nativo. He dejado ver la fuerza de mis acciones y mi contención nula.
Mi mente en blanco…
Ha pasado la conversación, entre la dicha de la amnesia, la cafeína en sangre, y la confusión inmediata. No recuerdo nada. Sólo veo una sonrisa socarrona en ella. Termino la llamada. Siento la euforia de un standupero, y la imposibilidad de llevar a buen término lo que se supone debía hacer.
Ambas imposibilidades del destino, y sin embargo sentimientos tan diferentes. Maldita cafeína.
